Por Andrés Swida.
El viento ártico corta como cuchillas, helando hasta el último rincón de mi piel. Cada paso sobre el puente es una batalla. Los bloques de concreto tiemblan bajo mis pies, sacudidos por el peso de los vehículos que pasan a toda velocidad. La campera, vieja y gastada, ya no sirve de escudo. El frío se cuela por las costuras, mordiendo mis huesos. Las lágrimas se congelan en mis mejillas, dejando un rastro de hielo que quema. Avanzo, pero el viento me empuja hacia atrás, como si no quisiera que llegue al otro lado. El silbido del aire es agudo, casi humano, como si el fantasma del Ártico estuviera ahí, observándome. Cada vez que la nieve vuela en semicírculos, creo ver su figura, una sombra blanca que se desvanece en el aire. En lo alto del puente, la fuerza del viento es tan brutal que me detengo, jadeando, y cierro los ojos. Entonces, los recuerdos llegan.
Santiago del Estero. El calor era opresivo, como si el sol hubiera decidido fundir la tierra. Llegué a un pueblo polvoriento, donde las casas de adobe parecían derretirse bajo el cielo incandescente. La gente me recibió con sonrisas y miradas curiosas. «¿De dónde sos?», me preguntaron, y antes de que pudiera responder, ya me ofrecían un trago de caña. La noche cayó, y con ella llegó la música. Un violín desafinado, una guitarra que rasgueaba con furia, y el sapucay, ese grito que brotaba de las gargantas como un llamado ancestral. Me invitaron a bailar. «Dale, porteño, movete», me dijeron, y aunque mis pies estaban cansados, no pude resistirme. El ritmo me atrapó, y pronto estuve girando, sudando, riendo. El calor era insoportable, pero nadie parecía importarle. Bailaban como si el movimiento los liberara de todo peso.
Un golpe de viento me saca de mis pensamientos. Abro los ojos y estoy de nuevo en el puente, en medio del Ártico. El frío me golpea con tanta fuerza que siento que me arranca la piel. Avanzo, pero cada paso es una agonía. Las manos, entumecidas, se aferran a la barandilla. El metal está tan frío que quema. Pienso en la Salamanca, en aquel lugar donde el calor lo envolvía todo, el alma de esas tierras. También en Supay, el ser que habitaba entre el polvo y el fuego, al que se debía temer como al mismo diablo pero que terminaba trayendo los bailes y las risas. Lo sentí buscando el camino para entrar en mí, y la gente lo pudo ver cuando me gritaban: «¡A este ya lo chupó el pozo!». Lo sentí a través del calor y de los pasos de baile que me ayudó a dar, cuando nunca fui muy diestro con el movimiento de las caderas. Bailé hasta que el sudor me empapó la ropa, hasta que los pies me ardieron, hasta que el mundo giró alrededor mío como un remolino de luces y sombras. Y en ese momento, sentí que el Supay estaba cerca, observándome, tentándome. Era parte de aquel lugar, como el calor, como la música, como la gente que danzaba sin preocuparse por nada más.
El viento ártico me devuelve a la realidad. Estoy en lo más alto del puente, y el frío es tan intenso que casi no puedo respirar. Pienso en la Salamanca, en aquel lugar donde el calor lo envolvía todo. ¿Qué sería de ella aquí, en este lugar donde el frío lo devora todo? Las brujas no podrían bailar en este viento helado. El Supay no podría encender su fuego. La música se apagaría, las risas se congelarían, y el pozo que tanto temían los santiagueños quedaría sepultado bajo capas de hielo. Quizás, pienso, la Salamanca no es el peor lugar en la tierra. Quizás el verdadero infierno es más parecido a este vacío blanco que me rodea, este silencio que me ahoga.
Sigo avanzando, pero los recuerdos no me abandonan. En otro pueblo, una mujer me ofreció un plato de locro. «Comé, porteño, que el camino es largo», me dijo. Su voz era suave, pero tenía un dejo de picardía que me hizo levantar la mirada. Era joven, o al menos lo parecía, con ojos oscuros que brillaban como carbones encendidos. Su sonrisa era cálida, pero había algo en ella, algo que no podía definir, como si supiera algo que yo ignoraba. Me invitó a bailar antes de que pudiera negarme, y su mano, caliente y firme, me arrastró hacia el centro de la fiesta.
La música sonaba más fuerte ahora, un ritmo que latía como un corazón desbocado. Ella se movía con una gracia que parecía imposible, como si el calor y la noche fueran extensiones de su cuerpo. Su falda giraba alrededor de sus caderas, y el sudor brillaba en su piel como si estuviera hecha de fuego. Me miraba fijamente mientras bailaba, y sentí que el mundo se reducía a ella, a su sonrisa, a sus ojos que parecían prometer algo que no podía nombrar.
«Bailá conmigo», me dijo, y su voz era como un susurro que se mezclaba con el sonido del violín. No pude resistirme. Mis manos encontraron su cintura, y el calor de su piel me quemó a través de la ropa. Ella se acercó más, hasta que nuestros cuerpos casi se tocaron, y el aire entre nosotros se volvió denso, cargado de algo que no era solo calor. Su aliento era dulce, como a caña recién destilada, y cuando giró, su pelo me rozó la cara, dejando un rastro de perfume a tierra seca y flores silvestres.
En ese momento, sentí que el Supay estaba ahí, entre nosotros, observándonos a través de ella. No era una presencia amenazante, sino seductora, como si la música, el calor y el baile fueran sus herramientas para tentarme. Ella lo sabía, lo sentí en la forma en que me miraba, en la forma en que sus manos se deslizaban por mis hombros, como si quisiera recordarme que la Salamanca no era solo un lugar, sino una experiencia, una tentación que no se podía resistir.
«¿Qué buscás, porteño?», me preguntó en un susurro, y su voz parecía venir de todas partes a la vez. No respondí, porque no tenía respuesta. Solo bailé, dejándome llevar por el ritmo, por el calor, por ella. Y en ese momento, sentí que el Supay era algo más profundo, más antiguo, algo que habitaba en el corazón de esas tierras y en el mío.
Finalmente, llego al otro lado del puente. El viento amaina, pero el frío sigue allí, latente, esperando. Miro a mi alrededor, y pienso en la Salamanca. Quizás no es el peor lugar en la tierra. Quizás el verdadero infierno es este vacío blanco que me rodea, este silencio que apaga la música, aquieta los bailes y congela los tragos de caña. La Salamanca, con su calor, con su fuego, con su vida desbordante, no podría sobrevivir aquí. Quedaría atrapada bajo la nieve, como un sueño que se desvanece. Y entonces, me pregunto: ¿qué es peor? ¿El frío extremo, que lo congela todo, o el calor agobiante, que lo consume todo?
Mientras camino hacia la ciudad, siento el frío del fantasma que me sigue, pero también el eco de la música y el calor de aquella noche en Santiago. Es como si el Ártico y la Salamanca se hubieran unido dentro de mí, recordándome que sigo buscando mi lugar en el mundo.