Por Andrés Swida.
Antes de que lean este post, voy a hacer un par de aclaraciones. Todo lo que opino aquí está sujeto a apreciaciones sentimentales, históricas y personales. Dicho en criollo: voy a decir lo que se me canta, y eso no me convierte ni en crítico de arte, ni en historiador o arquitecto. Solo soy un simple opinólogo que cuenta una experiencia pura y exclusivamente personal. Lo aclaro porque, cuando suelo compartir estas anécdotas entre mates o cervezas, recibo críticas de quienes ignoran que el propósito de un viaje puede ir más allá de la foto perfecta y lo que los folletos te dicen que debes ver.
Cuando alguien dice: «Me voy a París», automáticamente se lo asocia con el glamour, la moda, los bares en calles empedradas, caminar junto al Sena admirando pinturas de artistas callejeros, como si esperaras encontrar al próximo Van Gogh o Rembrandt, tomar un vino frente a la Torre Eiffel y, por supuesto, la foto que inmortalice ese momento. Pero, quizás por mi espíritu crítico o porque soy un tipo con ganas de explorar, lo que más me interesa es descubrir ese lado «decadente» de la sociedad, esa imagen que no te muestran en las agencias de turismo.
Me causa gracia que vendan paseos por el Sena como algo único.
Automáticamente, surge en mí un orgullo tercermundista y pienso: «Esto es una muestra gratuita de un río. El Río de la Plata es un río de verdad, donde la costa de enfrente está al otro lado del horizonte, en otro país, no a una cuadra de distancia». Sin embargo, no niego que el Sena tiene su encanto, y me dedico a buscar esas imperfecciones que hacen especial cada viaje.
Un momento menos convencional y más atractivo para mí fue pasear por las calles aledañas al Moulin Rouge. No tanto por los cabarets o los sex shops, sino porque allí comienza otra cara de París, alejada del turismo tradicional. Gente yendo y viniendo por todos lados, promotores de locales intentando seducir a los turistas, calles rotas y mal empedradas, edificios descuidados, puestos de comida callejera para el ciudadano común y estudiantes en las plazas. Ahí es donde sentí que estaba en los suburbios de París, en su lado más auténtico. Y no me sorprendió que, en medio de ese caos, la «Zona Roja» desembocara en una entrada lateral del Sacré-Coeur. Claro, tuvieron que disimular y poner un poco de burguesía unas cuadras antes para que no se note demasiado.
Cuando visité Notre-Dame, lo que más me llamó la atención no fue su famoso campanario, sino sus gárgolas. Estas figuras no son simples adornos en lo alto de la catedral; tienen una función práctica: desaguar el agua de los techos. Su nombre proviene de la palabra gargouille, que se asocia con «garganta», y su origen se remonta a una antigua leyenda sobre un dragón que aterrorizaba a los habitantes de Rouen.
Según la leyenda, el dragón inundaba el pueblo y devoraba barcos hasta que un sacerdote llamado Romanus lo derrotó, haciendo que el pueblo se convirtiera al cristianismo. La cabeza del dragón fue expuesta en la iglesia para espantar a otros monstruos. A partir del siglo XIII, las gárgolas se popularizaron como desagües decorativos, pero también tenían un propósito simbólico: representaban el mal, los demonios y el castigo por los pecados, recordando a los creyentes que la salvación estaba dentro de la iglesia.
Las gárgolas que hoy adornan Notre-Dame son una mezcla de animales fantásticos, como quimeras, dragones de dos patas (wyverns) y otras esculturas. Incluso hay una leyenda que dice que, tras el asesinato de Juana de Arco, las gárgolas cobraron vida y aterrorizaron la ciudad. Estas historias y detalles hacen que las gárgolas sean mucho más interesantes que el campanario en sí.
El día que visité el Louvre, me di cuenta de que necesitarías un día entero por cada piso para apreciar toda su colección. Pinturas, esculturas, reliquias, hallazgos arqueológicos, monumentos… paredes repletas de cuadros, algunos tan altos que apenas se distinguen y otros tan pequeños que se pierden entre la multitud. Uno termina priorizando lo que quiere ver y descartando lo desconocido.
Después de recorrer varias salas, atravesar muros de personas amontonadas y pasar junto a obras que no me detuve a admirar, llegué a la obra más famosa del museo: la Mona Lisa. Esa pintura de Da Vinci que ha sido explotada en publicidades, películas, memes y libros escolares. Es probable que la hayas visto antes de saber quién fue Da Vinci.
Pero, ¿qué decepción! La gente se amontonaba y empujaba para tomar fotos, mientras yo pensaba: «¡Qué desilusión!». El cuadro es más pequeño de lo que imaginaba, está detrás de un vidrio, con un guardia que a veces se interpone, y la multitud lo hace parecer aún menos impresionante. Me fui de esa sala tratando de apreciar otras obras que, quizás, merecían más atención desde el principio. Esto me confirmó que las cosas más bellas no siempre son las que te venden en los folletos.
¿Por qué les cuento todo esto? Porque, aunque pueda parecer que no disfruté lo que vi, la realidad es que cada paso que di en París fue una experiencia única. Encontrar esas imperfecciones en la ciudad del glamour, la moda y el amor hizo que mi viaje fuera más auténtico y memorable. No se trató de una simple foto para el recuerdo, sino de vivir la ciudad desde una perspectiva diferente.
¡Me pasó lo mismo con la Mona Lisa!
Y también con un buda que era la portada de un libro del Louvre que había en mi casa desde antes de ni siquiera saber qué era Paris, ni soñar con conocerlo. Recorrí el museo buscándolo muy especialmente y cuando lo vi parecía un buda de yeso que tengo en casa con los dedos en V jajajjaj
¡Lindo leerte!
Gracias por leer!