El vuelo del condor

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Por Andrés Swida.

Me desperté muy temprano, en esa habitación de hostel donde tantos van y vienen, un lugar de paso en uno de los sitios más turísticos del país. Pero lo que yo buscaba no estaba ahí, sino a unos 300 kilómetros de distancia. Por eso me levanté antes del amanecer, abrigándome bien aunque fuera verano, porque en el sur siempre hace frío. El comedor estaba en silencio, solo el sonido de mi taza al posarse sobre la mesa rompía la quietud. Me preparé un café con un tostado y mermelada, pero no probé bocado; mi mente estaba en el mapa que tenía frente a mí, repasando una y otra vez la ruta que debía seguir. No había tiempo para conversaciones, ni para distracciones. Con el café a medio tomar, agarré mis cosas, me puse la campera y salí rumbo a la terminal de ómnibus.

El viaje fue un trance. Me pasé horas mirando por la ventana, hipnotizado por el paisaje que cambiaba lentamente. El frío del amanecer se colaba por las rendijas del micro, y la escarcha que se formaba en el vidrio parecía dibujar mapas invisibles. Aunque era verano, el viento helado me recordaba que estaba en el sur, donde las estaciones parecen mezclarse en un eterno invierno. En los últimos kilómetros, las montañas comenzaron a asomarse, imponentes, como guardianes de un mundo lejano. Era El Chaltén, un pueblo pequeño y remoto, rodeado de cumbres que parecían tocar el cielo.

No tenía tiempo para detenerme. Mi reloj marcaba las horas con una precisión implacable: seis horas para ver el Fitz Roy de cerca y volver a tomar el último micro. Emprendí el sendero con determinación, pero también con una extraña sensación de urgencia que no entendía del todo. Tomé fotos en movimiento, me detuve en los miradores, seguí las indicaciones del mapa como si fuera una carrera contra el tiempo. Pero no era eso lo importante. Lo importante estaba ahí, en la majestuosidad de la montaña, en el silencio que solo se rompía con el sonido del viento y mis propios pasos.

Caminé entre piedras, ramas y arroyos, mientras otros turistas se distraían con el paisaje. Para mí, cada paso era un acercamiento a «mi montaña», aquella que se alzaba como una diosa bajo el sol. Cuando llegué, quedé boquiabierto. Sentí un nudo en la garganta, como si las lágrimas estuvieran a punto de brotar, pero no cayeron. Saqué mil fotos, pero ninguna logró capturar lo que mis ojos veían. Intenté describirlo con palabras, pero ninguna parecía suficiente. ¿Cómo explicar algo que te hace sentir tan pequeño y tan vivo al mismo tiempo?

El tiempo pasó rápido, demasiado rápido. Antes de darme cuenta, ya estaba de regreso por el mismo sendero, deteniéndome un poco más en lugares que antes no había contemplado. Pero dentro de mí ardía un vacío, una brasa que no llegaba a prender fuego. ¿Por qué me apuraba a volver? ¿Quién me había impuesto esa regla si estaba solo en el viaje? Caminé con la vista baja, mirando las piedras del sendero para no tropezar, mientras el frío del viento me recordaba que algo faltaba.

Fue entonces cuando lo escuché.
—¡Oh, oh, oh!— gritaron desde atrás.
Era un hombre asiático, no supe si chino o japonés, pero señalaba con entusiasmo hacia arriba.
—¡Cóndor!— dijo con fuerza.
Volví la vista y ahí estaba, a unos metros, posado sobre una piedra que daba al vacío. Era enorme, majestuoso. Sus alas desplegadas parecían abarcar todo el valle. Con un impulso suave, se elevó y comenzó a planear, llevándose consigo el viento y mi atención. Lo vi alejarse, volviéndose cada vez más pequeño, hasta fundirse en el horizonte donde el sol comenzaba a caer.

En ese momento, me di cuenta de que estaba llorando. No sé cuándo empezaron las lágrimas, pero ahí estaban, rodando por mis mejillas mientras el cóndor desaparecía en la distancia. Ese ave, libre y poderosa, me recordó por qué viajo: no para llegar a un destino, sino para sentirme vivo, para encontrar esos momentos en los que el tiempo se detiene y todo parece tener sentido. El cóndor no tenía prisa, no seguía un mapa ni un horario. Simplemente volaba, dejándose llevar por el viento, como yo debería hacerlo.

Me senté en la misma piedra desde donde el cóndor había despegado, y respiré hondo. El aire de la montaña era frío y puro, lleno de una quietud que solo se encuentra en lugares como ese. Dejé que el tiempo pasara lentamente, como el vuelo del cóndor, sin preocuparme por el micro que debía tomar o el hostel al que debía volver. En ese instante, entendí que la verdadera libertad no está en llegar a algún lugar, sino en permitirse perderse, en dejar que la vida te lleve como el viento lleva a un cóndor.

Hoy, cuando miro hacia atrás, no recuerdo las horas exactas ni las fotos que tomé. Lo que recuerdo es el vuelo de aquel cóndor, su majestuosidad, su libertad. Y me pregunto si, en el fondo, no somos todos un poco como él: buscando un lugar donde posarnos, pero destinados a volar, a dejarnos llevar por el viento, a encontrar nuestra propia montaña en el horizonte.

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