Por Andrés Swida.
Nací en noviembre, en medio de la estepa, rodeado de cardos que brillaban como el oro cuando el sol comienza a despedirse, y mi pelaje se tiñe de color ocre. El viento ya golpeaba mi rostro sin clemencia; fue lo primero que sentí después de mi madre, quien me miraba con ternura, esperando que levantara mis patas traseras y empezara a caminar. A mi padre siempre lo vi de lejos, sobre alguna colina, desafiando al clima y escuchando a la tierra para cuidarnos de cualquier peligro.
Mis primeros pasos fueron torpes e inciertos. Apenas llegué a este mundo y ya tuve que levantarme con el sol cegando mi vista y el viento desafiando mi estabilidad. Mi madre me empujó con el hocico para que me apurara y comenzara a alimentarme por mi cuenta. No había tiempo que perder: la naturaleza salvaje no espera. Cuando me acerqué, me miró, lamió mi pelaje para terminar de limpiarme y me llamó Huachi.
Durante esos primeros tiempos, me enseñaron a caminar entre cardos, correr como el viento, nadar desafiando la corriente y hasta dar patadas como un guerrero a quienes me molestaban. Aprendí a escupir, y eso siempre fue divertido. Si no me gusta tu cara o si me molestas, siempre tengo preparado un buen escupitajo para ti. Y te advierto: tengo la precisión de un halcón.
El ritual era siempre el mismo: levantarse con el sol y alimentarse de lo que nos ofrece la tierra. En la estepa, eso era todo un reto para mi padre, quien guiaba a la manada. Había que encontrar una fuente de agua cerca y buscar comida entre los cardos filosos. Durante siglos, Ñamku, el puma de las sombras, puso en peligro nuestra existencia. Por eso, nuestros antepasados huyeron de la montaña fértil en busca del mar. Y ahora aquí estábamos, buscando cada día una nueva fuente de comida para sobrevivir al invierno.
Fue una mañana fría y ventosa, como casi todas, cuando salimos con el grupo a buscar comida. Mientras caminaba por el suelo árido de la estepa, levantando el polvillo de la tierra seca, buscaba algunas hierbas o semillas escondidas entre los cardos. De pronto, mis patas sintieron el suelo diferente: la textura, la humedad, su olor; se sentía más duro que la tierra y de un color más oscuro y gris. Tenía líneas amarillas y blancas dibujadas. Me acerqué para tratar de reconocer el terreno. Unas piedras que estaban dispersas por el camino comenzaron a moverse, temblaban como si tuviesen miedo de algo que se acercaba.
A lo lejos se escuchó un sonido agudo y estruendoso. Mi padre fue el primero en levantar la cabeza y, con la mirada fija en el horizonte, advirtió el peligro. Una bestia más grande que un toro, blanca como la nieve, con ojos amarillos brillantes como el sol, se acercaba a gran velocidad. Todo pasó en una fracción de segundo. Mi padre es quien da las órdenes; es nuestro instinto seguirle, y nadie se mueve sin su señal. Cuando levantamos la vista para verlo, ya estaba corriendo, adentrándose aún más en la estepa, lejos del camino por donde venía la bestia. Todos comenzamos a correr, incluso los que se encontraban del otro lado del camino pegaron un gran salto y siguieron el rumbo de mi padre sin pensar ni por un segundo que la bestia estaba cada vez más cerca. El último en hacerlo fue embestido sin piedad por el gigante blanco, que se detuvo al instante. En ese momento me di vuelta y vi cómo la bestia desplegó una de sus alas; desde su interior salieron dos hombres con armas para dar caza a los pocos que aún quedaban cerca.
Corrí como el viento. Quienes logramos escapar seguimos a mi padre, que avanzaba veloz al frente de todos, pero el peligro no había terminado. La bestia, ya detenida, no podía alcanzar a los que estábamos más lejos. De pronto, sin aviso, mi padre pegó un salto enorme, parecía volar como un cóndor. No vi nada frente a él. —¿Por qué salta?— me pregunté. El que lo seguía más de cerca corrió mientras lo miraba y chocó de golpe con una barrera casi invisible, de espinas más filosas que los cardos. Tropezó y quedó suspendido en el aire, como agarrado por una fuerza sobrenatural.
Nos detuvimos. Algunos, impulsados por la adrenalina, saltaron como mi padre y siguieron adelante. Otros nos quedamos paralizados al ver a uno de los nuestros forcejeando en el aire, enredado en esa barrera de espinas. No había nada que pudiéramos hacer, y el peligro de los cazadores que venían en la bestia nos obligaba a decidir rápido. Unos lograron saltar; otros quedaron atrapados, las espinas clavándose en sus patas. Mientras más forcejeaban, más se enredaban.
Los que cruzaron corrieron hacia la estepa, lejos de la barrera. Unos pocos, como yo, nos quedamos corriendo junto al camino, mientras más bestias pasaban, rugiendo. No tardamos en dispersarnos. La mayoría huyó hacia el mar; a mí me aterraba cruzar ese camino.
Tenía miedo de saltar. Había aprendido a correr y a nadar en corrientes fuertes. Podía oír a un depredador a kilómetros, pero nunca había saltado ni siquiera sobre una piedra. Corrí hasta quedarme solo. A lo lejos, escuché los gritos de mi madre: —¡Huachi!—. Su voz se fue perdiendo en la distancia.
La barrera parecía interminable, como el camino de las bestias. Corrí kilómetros hasta que el sol se ocultó tras los cerros. Me refugié entre piedras y cardos. Solo escuchaba el viento, mi único compañero, recordándome que el mundo seguía ahí, envuelto en oscuridad. No pude dormir. Las imágenes de los hombres subiendo a los nuestros en la bestia blanca, como si los devorara de un bocado, no me abandonaron. Debía volver a las montañas, donde el resto de la manada habría huido. El territorio de Ñamku era peligroso, pero los hombres lo eran más.
Al amanecer, los primeros rayos del sol iluminaron el sendero. Solo tenía que saltar bien alto para cruzar la barrera. Tomé distancia, corrí con todas mis fuerzas y, cuando estuve a punto de chocar con el alambre, salté. Volé más alto de lo que creía posible. Por un instante, fui libre.
Caí al otro lado y corrí hacia las montañas. Con el sol a mi espalda, solo vi más caminos y barreras por delante. Pero el rastro de mi manada me guiaba. Tenía que seguir saltando. Hasta la libertad.