El espíritu de la ruta

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Por Andrés Swida.

Son comunes las historias de fantasmas y apariciones en pueblos chicos, cementerios y algún que otro paisaje que guarda una historia trágica en su pasado. En mi condición de viajero a dedo, me identifico con el mito de la Dama de Blanco haciendo dedo en la ruta (también conocida como La Llorona, aunque sus versiones varían por toda América).

Cuenta la leyenda que, si viajas de noche y solo por la ruta, puede aparecer una mujer vestida de blanco haciendo dedo a un costado del camino. Si la ignorás, unos kilómetros más adelante vuelve a materializarse. Otra vez podés elegir frenar o seguir de largo. Si seguís de largo por segunda vez, la vas a ver por el espejo retrovisor, sentada en el asiento trasero.

Por un lado, pienso en lo conveniente que sería tener ese poder: materializarme kilómetros adelante sin depender de que alguien me lleve. Claro que yo lo usaría para llegar a mi destino directamente, sin gastar energía en asustar conductores. Aunque, debo admitir, pegarles un susto a los que te ignoran en la ruta tiene su gracia.

Pero también hay que entender al conductor: ver un espíritu en la banquina no es algo que invite a frenar. Algo así debió pasar aquella vez que viajé de Rada Tilly (Chubut) a Puerto San Julián (Santa Cruz).

420 km separaban un pueblo del otro, atravesando pura estepa patagónica. Había algunas localidades en el medio, pero ninguna que me llamara la atención ese día. Salí temprano, cuando el sol apenas calentaba y el viento daba una tregua. Me alojaba en el camping municipal, un tanto alejado de la ruta. La encargada, una mujer cuyo nombre ya no recuerdo, se ofreció a llevarme hasta la salida del pueblo.

Esas cortas distancias en auto siempre se convierten en una especie de confesionario: dos desconocidos intercambiando intimidades que, en otro contexto, nunca compartirían. Su historia no era la excepción. Como tantos otros, había huido al sur escapando de algo. En su caso, de Buenos Aires, después de recibir unos disparos durante un asalto en su propia casa. ¿Quién podría juzgarla?

Esa mañana, parado en la banquina con el sol de frente, me agaché para saludar a la ruta —ritual de buen augurio— y esperé con el dedo firme. Ahí comienza la conversación más fugaz que existe: el conductor te ve, y en segundos formula una respuesta a señas. A veces es un simple “no” o una disculpa; otras, una enrevesada explicación que solo ellos entienden. Me divierte imaginar qué querrán decir cuando se ponen a gesticular como si estuvieran ahogándose en lenguaje de señas.

Por el sur, ningún camionero me levantaba, y ese día no sería la excepción. Algunos saludaban; otros, simplemente pasaban de largo. Pero hubo uno en particular que, al verme, se desesperó.

Un camión blanco con acoplado largo apareció en la loma del horizonte. El conductor —un tipo de unos 50 años, barba blanca, anteojos de sol y gorro de visera— parecía reconocerme al instante. No debía ser el primer mochilero que se cruzaba esa mañana, porque frunció el ceño y, al pasar, levantó las manos en un gesto brusco, como diciendo “¡Basta!”. Aceleró, dejándome atrás en una nube de polvo.

—Debés estar podrido de los mochileros, viejo —pensé—. Pero podrías ignorarlos sin enojarte tanto.

Mi respuesta mental llegó tarde, como siempre. Extendí la mano en un saludo irónico, como diciendo “Todo bien, seguí tu camino”.

No pasó mucho hasta que un auto frenó unos metros adelante, tocando la bocina repetidas veces. Era una chica de Caleta Olivia.
—Te puedo acercar hasta allá si te sirve —dijo, con un tono que delataba que prefería no viajar sola.
A mí cualquier kilómetro me venía bien, así que acepté sin pensarlo.

El viaje fue veloz —a ella le gustaba pisar el acelerador—, y llegamos a Caleta en tiempo récord. Aun así, le alcanzó para descargarse: el hospital donde trabajaba, la falta de recursos, las dos horas diarias de viaje… A veces siento que hacer dedo es como ser psicólogo gratis. Pero no me molesta; es parte del folklore caminero. Como compensación, me dio un city tour improvisado: la costa azul del Atlántico (las playas más lindas que vi en el país), el Gorosito —monumento al petrolero— y la rambla de bares. Luego me dejó en la salida de la ciudad, el mejor lugar para seguir mi viaje.

—Avísame si no conseguís otro auto —dijo antes de irse. Su nombre también se lo llevó el viento.

Repetí el ritual: elegí el mejor lugar, saludé a la ruta y esperé con el pulgar arriba. A lo lejos, los autos doblaban entre cerros, y más allá, un camión vendía cubos de heno a los lugareños. El sol del mediodía caía a plomo cuando, de pronto, apareció de nuevo el camión blanco.

El viejo gruñón me vio y, en lugar de asustarse, se enojó todavía más. Si esto fuera un cómic, habría líneas de exasperación saliendo de su ventana. Bajó la velocidad, me miró fijo y, al pasar, empezó a gritar mientras golpeaba el volante. No sabía si maldecía mi existencia o a todos los mochileros del mundo. Pero ahí estaba yo, imperturbable, saludándolo desde la banquina como si nada.

Una hora después, un grupo de cazadores me levantó. Iban tras un guanaco —por deporte y para agasajar a la familia—, y en el trayecto me explicaron, con lujo de detalles, cómo cocinarlo. Me dejaron en Fitz Roy, el último pueblo antes de San Julián, donde comí unas empanadas y recorrí sus calles desoladas antes de volver a la ruta.

El cielo se puso gris, el viento arreció, y la paciencia empezó a escapárseme entre los dedos. Ya no tenía ganas de jugar al autoestopista educado. Y entonces, como una aparición, el camión blanco surgió de nuevo en el horizonte.

—A este lo jodo porque sí —pensé, inflando el pecho y alzando el pulgar con una sonrisa desafiante.

El tipo redujo la velocidad, pero no para llevarme. Su cara se transformó en una mueca de furia. Gritaba, se agarraba la cabeza y golpeaba el volante como si estuviera poseído. Me imaginé sus palabras: maldiciones, se habrá acordado de mi madre y todo mi linaje, quizás hasta una amenaza de atropellarme si me veía otra vez.

¿Habría pensado que yo era un fantasma? Qué ironía: el único espíritu en esa ruta era su propio enojo, persiguiéndolo kilómetro tras kilómetro. Yo solo era un mochilero testarudo, empeñado en llegar a destino.

Cuando el camión se perdió en la distancia, me quedé ahí, quieto, viendo cómo el viento borraba las huellas de los neumáticos. Y por un segundo, me pregunté si, en otra vida, yo sería la leyenda que los conductores contarían años después: el fantasma que nunca dejaba de hacer dedo.

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