Por Andrés Swida
Estacioné la Pequeña Bandida, la van con la que recorría el país después de 14 meses de hacer dedo, a orillas de un río en un pueblito de Córdoba cerca de la frontera con Santa Fe. El nombre del lugar se me escapaba, pero no importaba. Ya era de noche, y una nube cubría el cielo. Nadie caminaba por la rambla; solo la brisa fresca traía hacia mí el aroma del agua dulce mezclado con el barro del fondo. Sentía el pasto revuelto bajo mis pies, la tierra blanda y fresca. Era la paz que buscaba para plasmar en papel todo lo que Juanca me había contado y comenzar a unir la historia que Pelusa me había relatado hacía un año.
Había pasado un año desde aquel día en que me dejaron a la entrada de un pueblo perdido al costado de la ruta, en las tierras de La Pampa, donde el desierto se funde con el cielo en una línea gris. Casas bajas, calles que tragan el polvo, y un silencio que no era paz, sino miedo viejo. El color opaco de las plantas y los árboles daba la impresión de un lugar donde el agua escasea.
Un kilómetro me separaba de la chacra de Don Josué, mi anfitrión, por una ruta donde mis pies se hundían unos 20 centímetros en la tierra seca, como si pisara arena suave que se metía entre los dedos y acariciaba cada poro de la piel. El aire olía a leña quemada y orina de cabra, y cada respiro me raspaba la garganta. No había flores, ni pájaros, ni siquiera moscas; sólo el crujido de las ramas secas bajo mis pasos.
—Pelusa Gutiérrez, si querés una historia, a él tenés que ir a visitar —me dijo Mercedes, a quien conocí en el primer pueblo que pisé en La Pampa. —Es un vidente y curandero. No importa en lo que creas, pasá a visitarlo y hablá con él. Ya le aviso que vas para allá —dijo mientras marcaba un número en su celular—. Don Josué te va a dar alojamiento en su chacra. Es buen hombre, te va a tratar bien.
Entré en un almacén atendido por una señora con delantal de cocina y dos anteojos colgados del cuello. Adentro, el olor a aceite para freír milanesas o papas llenaba el aire, y sobre la única mesa había un mantel de plástico con dibujos de flores.
—Buenos días, le hago una consulta: ¿la casa de Pelusa Gutiérrez? —pregunté.
La señora resopló y dio vuelta sus ojos, como cansada de esa pregunta.
—Espere que mi marido le va a saber indicar bien dónde es.
Mientras me dirigía hacia la puerta para esperar las indicaciones, me preguntó a lo lejos:
—¿En serio cree en esas cosas? Acá en lo único que se puede creer es en Dios.
Preferí ignorarla y seguir mi camino antes de iniciar una discusión religiosa que no llevaría a ningún lado.
Llegué a la casa del viejo curandero.
—Hola, pasá, te estábamos esperando —me dijo.
No nos presentamos. Solo me guió desde la entrada hasta el comedor. En cada pared había una imagen de Jesús o de la Virgen, o alguna frase de la Biblia envuelta en un folio y decolorada por el tiempo. La imagen de la Virgen, en particular, estaba gastada por la franja del sol que entraba por las rendijas de una persiana mal cerrada. Y ese olor a cigarrillo impregnado en las paredes se podía sentir hasta en los ojos.
Contra la pared, opuesta a la entrada, había una cajonera de madera vieja y gastada. El único objeto sobre ella era una Biblia gigante que dominaba la entrada, sus páginas hinchadas por la humedad como manos ahogadas. Ni siquiera el polvo se atrevía a posarse sobre ella: era un altar vacío, un testigo mudo de los dogmas que Pelusa usaba más como escudo que como guía.
En el comedor estaba su hermano, quien sacó un plato más para la mesa y me invitó a almorzar. Sacó unas carnes del horno, cortó unos tomates y nos sentamos a comer. Cruzamos algunas palabras de presentación protocolar, les conté un poco de mi viaje mientras, de fondo, la televisión transmitía las noticias. Las palabras eran escasas.
Pelusa era un hombre grande, con manos y rostro envejecidos. Chupado de tanto fumar, el cigarrillo parecía una extensión de su mano. Vestía una camisa a cuadros celeste y gris, y se apoyaba de costado en la mesa, con el codo en el ángulo justo para depositar las cenizas en el cenicero. Su espalda encorvada y sus ojos opacos fijados en el televisor, no se apartaban ni para dirigirme la palabra. Mientras comíamos, recibió una llamada. Ahí fijó su mirada en el cenicero, girándolo con la misma mano que sujetaba el cigarrillo.
—Sí, ya puedo sentir que algo pasa. Venga a la noche que le hacemos una curación —le dijo antes de colgar. Tenía un celular de tapita viejo. Todo en su casa parecía tener la misma edad que él.
Cuando su hermano se fue, Pelusa se sentó frente a mí, encendió otro cigarrillo y, sin apartar la vista del televisor, comenzó a hablarme sobre su vida.
—La gente viene a buscarme porque la Virgen me dio un don, una obligación —
me dijo entre bocanadas de humo. Inhaló profundamente y continuó:
—Cuando cumplí 13 años, se me apareció en un sueño: yo estaba en el suelo sombrío, y ella bajó entre nubes y una luz muy brillante la iluminaba desde atrás.
Yo no quería verla porque tenía miedo, pero con su mano levantó mi rostro y me dijo que tocara su manto. Yo acaricié esas telas suaves y brillosas, y a medida que lo hacía, mis manos se fueron limpiando. Respiró profundo, tiró las cenizas, miró por
la ventana y siguió:
—Lo siguiente que recuerdo es que me desperté y no dejaba de sentir un hormigueo en las manos.
Volvió a fumar y a mirar el televisor:
—Tardé años en entender ese sueño. Recuerdo que, siendo adolescente, me encontré con una señora sentada en la vereda llorando porque le dolían las piernas. Yo las toqué con mis manos y le pregunté si quería rezar conmigo para que Dios le diera fuerzas. Enseguida se levantó, me dijo gracias y se fue a su casa. Esbozó una pequeña sonrisa y continuó:
—En ese momento no me di cuenta, pero cada vez que lo recuerdo, me da alegría pensar en esa primera curación. Ahora tengo una responsabilidad: cualquier
enfermo que se me acerca debe ser curado si cree en Dios y la Virgencita.
La ceniza en su cigarrillo era cada vez más larga.
Gente de muy lejos, hasta de países vecinos, venía a visitarlo. Enfermos de cáncer, inválidos, incluso políticos que querían curar sus males para tener un buen gobierno. Todos buscaban un milagro de las manos de Pelusa. Él rezaba con ellos
y pasaba sus manos por los cuerpos enfermos, así los curaba.
No dudaba que la gente lo visitaba y creía en él. Su voz, su postura, su forma de moverse transmitían una tranquilidad inquebrantable. La historia de Mercedes era una pequeña prueba de la fe que inspiraba. Ella me aseguró que Pelusa la ayudó con la muerte de su madre. Tras el velorio sufrió muchos dolores y le costaba dormir, además de cuidar a su padre, cuya salud era frágil. Alguna amiga le habló de Pelusa, y no dudó en ir a verlo. Desde entonces, lo llamaba al menos una vez a la semana; decía que escucharlo le ayudaba mucho.
—¿Y qué pasó entre tus sueños a los 13 años y los años que empezaste
a tratar a la gente? ¿Fueron muchos años? —le pregunté.
—Sí, trabajé en el campo con mi papá y mis hermanos. Después de ese sueño, estuve angustiado. Por mucho tiempo no supe bien de qué se trataba —me contó mientras el cigarrillo se consumía en su mano y la ceniza seguía creciendo sin caerse.
—Lo hablaba con el cura de la iglesia, y me decía que Dios tiene un plan para todos. Con el tiempo, iba a entender lo que Él quería de mí, así como a la larga entendí lo que había logrado con la señora sentada en la vereda. No fue sino hasta después del ejército que aclaré mis ideas y vi lo que Dios y la Virgen tenían preparado para mí, lo que mis manos podían hacer.
—Ah, ¿estuviste en la colimba? —pregunté.
—Sí, y después me uní al ejército como soldado raso en el ’77, los mejores años
de mi vida —me dijo, reclinándose en la silla y esbozando una pequeña mueca que simulaba una sonrisa. Un escalofrío me recorrió la espalda.
En ese momento, salí de la hipnosis del relato y presté atención a la penumbra que crecía en la habitación, producida por el humo del cigarrillo y la bajada del sol.
—Ah, sí, esos años me divertí como nunca con el escuadrón —le dio otra seca a su tercer cigarrillo desde que la conversación comenzó. Depositó la ceniza
en el cenicero y, antes que pudiera continuar, le pregunté:
—¿Ejército? ¿Qué hacías ahí?
—Capturábamos rebeldes y los entregábamos a la policía —me dijo con suma tranquilidad.
Se me atoró la saliva en la garganta y tuve que contener la respiración un rato.
Me quedé inmóvil en la silla mientras él seguía fumando, con la mirada fija en el televisor.
—En aquellos días había muchos rebeldes en contra de nuestro país, y debíamos atraparlos. Patrullábamos las calles en busca de guerrilleros, íbamos a sus casas antes que pudieran atacarnos y los llevábamos a prisión.
De repente, la oscuridad invadió el cuarto. Solo quedaba la luz de la televisión que iluminaba el perfil de su rostro y los últimos rayos del atardecer que se proyectaban por la ventana.
“¿Cómo me vengo a meter en casa de gente que no conozco?”, pensé. “¿Qué podría pasar si supiese lo que pienso yo de los militares, la cantidad de marchas a las que fui en contra de la dictadura?”. No tenía forma de salir corriendo, porque aún así estaría en medio de la nada. Continué con la conversación, ignorando la historia, ignorando mi impulso por querer gritarle o denunciarlo ahí mismo por las atrocidades que sucedieron en esos años. Fue la primera vez en el viaje que me di cuenta de estar ante un desconocido que podría ser peligroso. No quise cuestionar sus acciones por miedo a que se pusiera violento o que me acusara de “rebeldía contra la patria”, según sus ideas.
La Biblia, vieja y humedecida, descansaba sobre la mesa no como un faro de esperanza, sino como un juez silencioso. Su presencia no invitaba a la reflexión, sino que imponía un orden, como si fuera un libro de leyes destinado a reprimir antes que a liberar.
—¿Pero qué pasaba con los rebeldes una vez que los entregaban? —quise fingir demencia para ver hasta dónde podía llegar a contar.
—Eso no lo sé. Nosotros solo teníamos la orden de capturarlos. El resto era cosa de la policía.
—Fueron épocas donde no necesité pensar en comida, trabajo o dinero. Solo iba y cumplía órdenes —continuó. —Y me ayudó a concentrarme en mis sueños, en lo que la Virgen María pretendía de mí y en leer la Biblia. Aunque, en realidad, mucho no leía.
Me quedé en silencio. No quise indagar más sobre el ejército. No estaba preparado para ese tipo de cuestionamientos y no podía confiar en que mis preguntas pudieran o no ofender.
Siguió contándome sobre sus curaciones, sobre la gente que no le cree y trata de desacreditarlo, o sobre otros curanderos, según él “falsos”, que intentan arruinarlo.
—Así como tengo el poder de curar, también tengo el poder de maldecir. Una simple señal de la cruz y ya se tropiezan en la calle.
Poco a poco, las palabras se fueron esparciendo. No tuve mucho más que decir o preguntar. Cuando los últimos rayos del sol se apagaban en el horizonte, decidí irme, ya que tenía que encontrar el camino de regreso a la chacra de Josué.
—Tal vez te cueste creerlo, pero algún día vas a necesitar de mi ayuda, y acá voy a estar para vos —me dijo mientras cruzaba la puerta. Yo le agradecí por el almuerzo
y su tiempo, y partí hacia mi refugio, dando vueltas por el pueblo.
Esa noche, mientras caminaba de regreso bajo un cielo lleno de estrellas que Pelusa jamás supo nombrar, entendí su verdad: era un hombre tallado por el desierto. Un hombre que creyó en sueños divinos porque nunca le enseñaron a leer los terrenos; que siguió órdenes como quien sigue un mandato bíblico, porque nadie le dijo que podía dudar. La Biblia en su entrada no era un libro, sino un espejo sucio: ahí, Pelusa veía al sanador que Dios le prometió, no al soldado que fue. Y tal vez por eso nunca la abrió: entre sus páginas no había milagros, solo palabras que no podía descifrar. ¿Era monstruo o víctima? El desierto no da respuestas. Solo guarda secretos bajo la arena, como Pelusa guardaba los suyos bajo una fe a medias.
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Pasó un año desde mi visita a Pelusa Gutiérrez. Mi viaje continuaba por rutas cordobesas a bordo de la Pequeña Bandida, una combi que era menos vehículo que biblioteca rodante. La gente se acercaba por los libros, sí, pero también por
la historia del viajero que recorría el país de punta a punta.
Cuando el sol empezó a caer y el flujo de curiosos menguó, el rugido de una Harley Davidson irrumpió en la calma. Una moto bordó, brillante como recién salida de fábrica, estacionó junto a la combi. El hombre que bajó era una caricatura viviente: campera de cuero, casco retro, y una actitud que gritaba «rebelde de los 70». Comenzó a hojear libros al azar; sus dedos rozaban los lomos sin prisa, como si buscara una excusa para quedarse.
—¿Cómo estás? Soy Juanca, pero mis amigos me dicen Pintín —dijo con una voz que no encajaba en su apariencia—. ¿Tenés el Manifiesto Comunista o algún libro de la actualidad de la izquierda argentina?
Revolvimos los libros. Algunos títulos se perdían entre el desorden de tantos intercambios.
—Supongo que los tengo todos, pero quizás haya alguno que perdí durante
la dictadura —murmuró, pasando un dedo por el lomo de un libro de Evita.
—¿Los tuviste que esconder? —pregunté, siguiendo el ritmo de sus manos inquietas.
—Sí, pero algunos los encontraron, y me secuestraron por eso —respondió. Sus ojos se clavaron en un punto lejano, más allá de los libros.
Saqué de un montón olvidado un ejemplar de Evita con los discursos del congreso del día de su muerte. Las páginas estaban amarillas, pero intactas.
Le brillaron los ojos.
—¿Cuánto?
—No lo vendo. Pero si me cuenta su historia, es suyo —dije, sabiendo que no todos los días se cruza a un sobreviviente.
Sin pestañear, respondió:
—Mañana venite a casa a almorzar. Mi señora va a preparar unas milanesas.
Llegué a una casa quinta rodeada de silencio. El parque, el estanque
y la hamaca colgante parecían escenarios de una paz fingida. Pintín me esperaba
en el quincho. Nos abrazamos como cómplices, su chaqueta de cuero crujiendo contra mi camisa. Nora, su esposa, tenía la casa ordenada con precisión: cada copa, cada libro tenía su lugar. Los perros, Juana y Camilo, olían a revolución y tierra mojada.
El aroma a milanesa se mezclaba con el murmullo del televisor:
—Siempre hay que estar informado, para saber contra qué nos rebelamos —dijo Pintín sirviendo un vermú espeso como la tensión que respiraba en la casa.
Hablamos de viajes, de Argentina, de la combi. Cuando solo quedaban brotes
de achicoria en la fuente, Pintín los dividió en tres con un gesto ritual:
—Se puede desperdiciar todo, menos lo que te da la tierra.
Llegó la siesta, ese paréntesis sagrado. Me quedé preguntándome si tocaría el tema de la dictadura, o si el almuerzo era pago suficiente por el libro.
A las 17:30, Pintín preparó mates en silencio. Cuando Nora salió a regar
las plantas, comenzó a hablar:
—La conocí en el centro de estudiantes. Yo era director del partido comunista, y ella me cautivó con su actitud. Cebó un mate, mordió una galleta y continuó:
—Cuando llegaron los milicos en el ’76, enterré mis libros en el fondo de la casa. Pero siempre hay un vecino buchón. Sus manos temblaron levemente.
—Nos casamos y volvimos al pueblo. Creímos que estábamos a salvo. Un perro ladró afuera, y ambos nos sobresaltamos.
—Al poco tiempo, llegaron. Cometí el error de quedarme con algunos libros. A Nora la soltaron a las dos semanas. Yo… me tenían en el piso de un baño, vendado. Escuchaba cómo meaban y me salpicaban como si fuera un trapo.
El mate pasó de mano en mano. Sus palabras se volvieron cuchillos:
—Me electrocutaban los huevos con una picana si no les daba nombres
de montoneros. Yo no era guerrillero, solo leía. Sus ojos se posaron en el ejemplar
de Evita.
—Cuando llegó la Comisión de Derechos Humanos, me tiraron a una celda
del tamaño de un ataúd. A los tres meses, un empleado me ayudó a mandarle
un mensaje a Nora: ‘Estoy vivo’.
Me quedé mudo. ¿Qué se dice ante eso? Ajusté la taza entre las manos, el azúcar
del vermú pegado a la garganta.
Nora entró a preparar la cena. Después de incontables mates, salí al baño.
Al regresar, Pintín ya tenía las llaves del auto:
—Vamos a comprar carne.
En el camino, le hablé de Pelusa. Escuchó en silencio, con una mueca de asco.
—Qué hijo de puta. Se esconde en ese pueblo para no enfrentar lo que hizo.
De regreso, tomamos un café. Pintín saltó en el tiempo:
—Cuando ganó Alfonsín, fuimos a Villa Calamuchita. En un restaurante, vi entrar
a los mismos hijos de puta que me torturaron. Se me revolvió el estómago.
—¿Y qué hiciste? —pregunté, aunque ya temía la respuesta.
—Se terminaron mis vacaciones —dijo, con la voz un poco quebrada.
Ya no había nadie en el parque, solo yo dentro de la Pequeña Bandida, tomando notas en mi cuaderno para no olvidar nada. Salí a caminar un rato junto al río para poder procesar toda esa información. Pensé en Pitín y sus libros, en el miedo que sentía por tener en un estante unas páginas que ni siquiera habían sido escritas por él. Pensé en el Pelusa y su Biblia, que usaba como una tarjeta de presentación. ¿Se acordaría siquiera que la tenía ahí?
Se dice que uno es prisionero de sus palabras. Pitín fue prisionero por pensar en las palabras que leía, y el Pelusa estaba prisionero por pensar en las palabras que quizás nunca leyó.
11/o5/2024
Te imagino sentado escuchando a Pelusa…y con la garganta queriendo cuartearse para dejar escapar las palabras…esas que alivian, que expresan y manifiestan gritos por la verdad, por la justicia.
Cuantas palabras cruzadas entre las historias de Pelusa y Pintín. Cuantos dolores tapados en el tiempo y que de vez en cuando resurgen para recordar que siguen vivos, cada uno con sus propias historias.
Gracias por leer!